Debate entre la vida y la muerte

Habían pasado 48 horas desde que mi hija María Gracia estaba internada en terapia intensiva.

Debate entre la vida y la muerte

Habían pasado 48 horas desde que mi hija María Gracia estaba internada en terapia intensiva. Yo no atinaba a reaccionar, no entendía que estaba pasando, solo sentía un dolor intenso, no podía entender como me mantenía en pie, como seguía yo respirando con ese dolor que parecía me haría estallar el corazón. Hoy miro atrás y aún no comprendo como sobreviví.
Teníamos una suit en la clínica, en la que pasábamos día y noche. Cada vez que entraban los médicos, las noticias eran más desalentadoras, yo pedía permiso para que me dejaran ingresar al área restringida y estar junto a ella, la veía tan hinchada, fría y rígida, como si fuera de plástico. Yo le susurraba y le cantaba al oído, diciéndole: “Yo sé que me escuchas… donde quiera que estés, regresa, regresa, despierta hijita, mami te espera” y le ponía la música de su muñequito preferido. Los médicos me observaban y recuerdo a uno que me miraba con profunda tristeza mientras me decía, “Pepita, no se aferre, no hay nada que hacer”, yo le contestaba, “Ella vivirá, Dios me dijo que ella vivirá”. Yo me aferraba a la promesa que ÉL me hizo, pero transcurrían las horas y el cuadro empeoraba, aunque en algún momento la desconectaron del respirador artificial, ella siguió respirando, pero estaba muy lejos de despertar…
En la habitación estaba la familia en permanente oración, dentro de toda este cuadro de dolor podía ver que llegaba mucha gente a la clínica, parientes que nunca había visto y además, muchos desconocidos, todos me llevaban algo, una imagen religiosa, un algodón con agua, una revista contando su milagro de vida, velas, rosarios, era infinito el afecto, la empatía y la solidaridad que me manifestaban. Recuerdo que el personal de la farmacia, hizo promesas a Dios para que María Gracia despertara, las señoras de la cocina de la clínica, médicos, enfermeras, era muchísimas personas que nos visitaban y hacían cadenas de oración. Era Abril de 1987 y en ese tiempo, no existía internet, todavía no sé como se enteraban, pero era reconfortante recibir tantas muestras de cariño, abrazos de quienes no había visto jamás y que no eran familiares, solo se hacían presentes por solidaridad.
Se aproximaba la semana santa y en la tarde del Jueves vino el grupo de médicos y nos llamó a mi esposo y a mi, diciéndonos: “Maria Gracia tiene una gasometría de 50, lo normal es 120, si desciende más, morirá, es el momento de volverla a conectar al respirador, pero hay un riesgo enorme de que se quede por años dependiendo de la máquina para respirar, decidan que hacemos, la ponemos o la dejamos como está”. ¡Cuánta desesperación en nuestro corazón! Me acordé de la promesa que Dios me había hecho y el mensaje que me había dejado, “Maria Gracia vivirá”, dije a los médicos, “Dios no necesita de máquinas, ella va a recuperarse sola”. A mi esposo, le dije, “Si ella no muere hoy como murió Jesús, va a despertar como Él resucitó y lo hará el Domingo”. Por supuesto, eso era lo que yo decía, pero por dentro me atacaba la duda, “¿Será que me imaginé ese mensaje ?”, “¿Será que me estoy volviendo loca?”. Si los médicos me dicen que va a morir es porque va a morir”, reflexionaba. Confieso que fueron las horas más largas de mi vida, temía a cada minuto la muerte, no había nada que se pueda hacer, sólo esperar.

Por la inmovilidad, resultado del coma profundo en que se encontraba mi hija, había que aspirarle cada cierto tiempo la flema, ella emitía un ruido y volábamos a llamar a un médico para que viniera, recuerdo que me paré en la puerta de la habitación porque la doctora de turno no llegaba y de repente aparece y se disculpa diciéndome “Es que llegó una señora que iba camino a la maternidad y no alcanzó a llegar y tuve que atender el parto y vine corriendo”, le pregunté que había pasado con el bebé y me dijo, “el bebé se queda aquí y ella va a la maternidad”, le pedí que la dejaran y pusieran su cuenta en la nuestra y así se hizo. Yo seguía llorando a mares en la puerta por la situación que estabamos atravesando y de repente se acerca una señora bajita, muy humilde en su aspecto físico y me dice, “Señorita, ¿ Es usted la que va a pagar la cuenta de mi hermana? ”. Le contesté que sí y que no se preocupara, que ella podría permanecer en la clínica y estaría bien atendida. La señora humilde, preguntó la razón de mi llanto y le respondí que mi hija de cuatro meses estaba muy grave y que, según los médicos, podría morir en cualquier momento. Ella me dijo “Cuánto lo siento y se fue… A la media hora regresó, tomó mi mano y puso un papelito en ella, mientras me decía mirándome a los ojos, “Niña, le vengo a decir que su hijita no morirá, mañana es la procesión del Cristo del Consuelo y voy a pedir por la salud de su hijita”. Yo, casi muero yo ante esas palabras, lo que había puesto en mi mano era una estampita del Cristo del Consuelo que aún conservo conmigo. Abracé a esa señora como pocas veces había abrazado a alguien, le agradecí tanto y con toda mi alma, porque en ese momento, era eso exactamente eso, lo que yo necesitaba, que alguien me devuelva la fe que estaba perdiendo. Y ahí aprendí que para ayudar a alguien en un momento tan difícil, no es necesario el dinero. Cuando no hay dinero, siempre hay algo para dar, algo que es invaluable: el amor. Y yo lo recibi a raudales de una desconocida.